Bukowski tiene razón: allí donde hay gobierno, y por lo tanto gobernante, el gobernado (sustantivo que, por cierto, no aparece en el diccionario) debe obedecer, es decir, ponerse a las órdenes de alguien más. ¿Qué es lo que justifica la sumisión de una persona respecto de otra, sumisión que el diccionario define como el sometimiento de alguien a alguien? Solamente el respeto a los derechos de los demás, es decir, la justicia, virtud por la cual respetamos esos derechos, siendo por ello la única virtud que debe exigirse por la fuerza, dejando la práctica de todas las demás (templanza, prudencia y fortaleza; o prudencia, beneficencia y continencia; o cualquier otra clasificación), a la libertad de cada quien.

¿Qué justifica al gobierno y a su poder para prohibir, obligar y castigar? ¿Qué justifica que el gobernante, comenzando por el legislador, establezca prohibiciones, imponga obligaciones, y defina castigos, todo ello por medio de leyes, tribunales y verdugos? ¿Todo lo prohibido, obligado y castigado por el gobierno está justamente castigado, obligado y prohibido? No, claro que no. Entonces, ¿en función de qué debe el gobierno prohibir, obligar y castigar? En función de la justicia, es decir, del respeto a los derechos, ¡que realmente lo sean!, de los demás, lo cual quiere decir que el gobernante debe actuar en nombre de la justicia, ser su representante, su procurador, su garante, su defensor, lo cual supone defender los derechos de A frente a las posibles agresiones de B y, ¡obviamente!, no convertirse él en el violador de esos derechos, para lo cual el gobierno debe ser nada más gobierno, sin intentar ser, además, ángel de la guarda, y preservar al ciudadano de todos los males, y hada madrina, y concederle al ciudadano todos los bienes. El mal del que debe preservarnos el gobierno es la delincuencia, y el bien que debe concedernos es la justicia.

El que el gobernante prohíba, obligue y castigue en función de la justicia crea la obligación moral (la legal es otra cosa), en el gobernado, de obedecer: toda persona tiene la obligación moral (exista o no la correspondiente obligación legal) de no violar los derechos de los demás (y la obligación legal se justifica en función de la obligación moral, ¡nunca al revés!). B no debe violar los derechos de A, pero B sí puede violar los derechos de A, violación que depende de la decisión de B y, si no lo hace, es porque decide “ponerse a las órdenes”, no de alguien más (por ejemplo: el legislador, que redacta y promulga leyes), sino de algo más (por ejemplo: las leyes redactadas y promulgadas por los legisladores), recordando lo que decía Hume: “Lo propio del ser humano es estar gobernado por leyes, no por hombres”, por más que sean los hombres quienes redacten y promulguen las leyes, leyes que, ¡y este es el reto!, deben ser justas, siendo tales las que reconocen plenamente, definen puntualmente y garantizan jurídicamente los derechos, ¡que realmente lo sean!, de la persona.

Las leyes deben ser justas, redactas y promulgadas en función de la defensa de los derechos de las personas, y los derechos deben ser derechos, no necesidades, mucho menos intereses. Solo entonces se justifica la sumisión del ciudadano a la ley. Solo entonces la sumisión del ciudadano a la ley será sumisión del ciudadano a la justicia, sumisión que es condición necesaria para la convivencia civilizada, sumisión que debe ser impuesta por la fuerza, que no sería otra más que la fuerza de la justicia, aplicada por el gobierno, practicada por el gobernante. Solo entonces esa sumisión tiene una justificación moral y eso, justificación moral, ¡mucho antes que legal!, es lo que la sumisión de la persona demanda.

En democracia elegimos a quien vamos a obedecer, y esa obediencia se justifica si el que manda lo hace en función de la justicia, y nada más que de la justicia, algo que no siempre sucede, mucho menos, ¡y aquí está la paradoja!, en democracia.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.