Mucha gente cree que el precio que debemos pagar los ciudadanos por vivir en sociedad son los impuestos, es decir, el entregarle al recaudador, ¡bajo amenaza!, parte del producto de nuestro trabajo, creencia generalizada, ¡muy conveniente para cualquier gobierno!, que es mentira. No es verdad que el precio que debemos pagar por vivir en sociedad sean los impuestos, por más que los gobernantes y los gubernamentólatras así lo señalen, pudiendo agregar que, dadas las ventajas de vivir en sociedad, sobre todo de cooperar, partiendo de la división del trabajo, con los demás en la satisfacción de nuestras necesidades, ese precio es realmente bajo, lo cual, insisto, no es verdad.

El precio, entendido como razón de cambio (tanto de X por tanto de Y), que se debe pagar por vivir en sociedad, entendiendo por tal la convivencia civilizada, es el respeto a los derechos de los demás, respeto que es la esencia de la convivencia civilizada, basada, antes que en cualquier otra cosa, en la justicia, en la virtud por la cual le damos a cada quien lo suyo, siendo lo suyo de cada quien el derecho de cada cual. Este, el respeto a los derechos de los demás, es el precio que hay pagar por vivir en sociedad, y los impuestos no son sino la consecuencia de que hay ciudadanos que no están dispuestos a pagar ese precio, pero sin renunciar a vivir en sociedad. Son los violadores de los derechos de los demás. Los delincuentes.

El precio, entendido como razón de cambio, que debe pagarse por vivir en sociedad, es el respeto a los derechos de los demás: yo respeto tus derechos (precio que yo pago) y a cambio espero que tu  respetes los míos (bien que yo recibo a cambio del precio pagado), lo cual quiere decir que el fundamento de la convivencia civilizada es un intercambio, el que tiene que ver con el respeto mutuo a los derechos: yo te respeto para que tú me respetes; tú me respetas para que yo te respete, todo ello partiendo del principal (¿único?) precepto de la ley natural, según Voltaire (que en este punto resultó particularmente acertado): “No le hagas a los demás lo que no quieras que los demás te hagan a ti”[1]. Este “no le hagas a los otros” es el precio que debemos pagar para que “los otros no nos hagan a nosotros”, precio que algunos, los delincuentes, no están dispuestos a pagar: demandan que los otros respeten sus derechos (pretenden recibir ese bien; ¿habrá algún delincuente deseoso de ser él mismo víctima de otro delincuente), pero ellos no están dispuestos a respetar los derechos de los otros (no pagan el precio de aquel bien), por lo que alguien debe obligarlos a pagar y, de no conseguirse el pago, castigarlos por ello. Ese alguien, por lo general así se acepta, debe ser el gobierno, cuya tarea esencial es garantizar los derechos de los ciudadanos, tarea que debe financiarse de alguna manera, misma que, también así se acepta por lo general, debe realizarse por medio de los impuestos, para evitar el problema del gorrón, en el caso de que dicho financiamiento se dejara a la libre voluntad de los ciudadanos, confiando en que estarán dispuestos a financiar voluntariamente esa tarea esencial del gobierno: hacer valer los derechos de la persona.

Los impuestos son la consecuencia de que algunos, los delincuentes, no están dispuestos a pagar el precio de vivir en sociedad: respetar los derechos de los demás. Son el precio que hay que pagar por tener gobierno, precio que el gobierno te obliga a pagar, precio que aumenta en la medida en la que el gobierno pretende hacer más, tal y como sucede una y otra, y otra, y otra, y otra vez, lo cual tiene como resultado que el gobierno termina haciendo aquello que debería prohibir y castigar, la violación de los derechos de la persona, siendo el mejor ejemplo de ello la redistribución gubernamental del ingreso: el gobierno le quita a A, lo que es de A, para darle a B, lo que no es de B.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.

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