Lo primero que hay que aclarar es que, respete o no la libertad y demás derechos de los demás, todo ser humano es libre, es decir, toda persona tiene la facultad para decidir y elegir, facultad que es parte de la naturaleza humana, al grado de poder afirmar que vivir para el ser humano supone un permanente proceso de decisiones y elecciones, por lo que cada quien está en sus propias manos. Cada quien es hoy lo que decidió y eligió ayer, y será mañana lo que decida y elija hoy. Yo soy la consecuencia de mis decisiones y elecciones.

Todo ser humano es libre porque está en su naturaleza serlo, porque llega un momento, en la vida de cada quien, en el cual la facultad para decidir y elegir, y sobre todo para decidirse y elegirse, está plenamente desarrollada (lo cual no quiere decir que necesariamente se decida y elija correctamente, sino solamente que se decide y elige por uno mismo), y, paradójicamente, el ser humano necesita ponerla en práctica: necesita decidir y necesita elegir, y si se diera el caso de que decidiera no decidir (la más absurda de las decisiones) y eligiera no elegir (la más desatinada de la elecciones), alguien tendría que decidir y elegir por él. Vivir para el ser humano supone un constante proceso de decisiones y elecciones, mismas que alguien debe tomar (por ejemplo: en el caso de los hijos pequeños los padres deciden y eligen por ellos, y en el caso de los padres ancianos son los hijos quienes lo hacen, y en ambos casos alguien decide y elige).

Montesquieu afirma quetodo ser humano es libre si su libertad no atenta contra la de los demás, frase que, a la luz de lo dicho en el primer párrafo de este escrito, hay que reformular para que quede así: “A todo ser humano se le debe permitir el uso de su libertad, siempre y cuando las acciones, consecuencias de tales decisiones y elecciones, no violen los derechos de terceros”, lo cual quiere decir que el límite de la libertad individual se encuentra en los derechos de los demás, límite que, esto es lo ideal, debe ser aceptado libremente, partiendo de lo que, con Voltaire, podemos considerar el primer precepto (¿único?) de la Ley Natural: “No le hagas a los demás lo que no quieras que los demás te hagan a ti”. ¿Y qué es lo que yo no quiero que los demás me hagan? Que violen mis derechos, tanto los naturales (aquellos con los que fui concebido: a la vida, la libertad individual y la propiedad privada), como los contractuales (aquellos que, por así haberlo acordado con alguien más, adquirí voluntariamente).

Todo gobierno puede hacer, en esencia, cuatro cosas: 1) prohibir que le hagamos daño a lo demás, y castigarnos si lo hacemos; 2) prohibir que nos hagamos daño a nosotros mismo, y castigarnos si nos lo hacemos; 3) obligarnos a hacerle el bien a los demás, y castigarnos si no lo hacemos; 4) obligarnos a hacernos el bien a nosotros mismos, y castigarnos si no nos lo hacemos. De estas cuatro posibilidades, ¿cuáles son legítimas tareas del gobierno o, dicho de otra manera, en cuáles se justifica limitar la libertad individual? ¿Para prohibir que le hagamos daño a lo demás? ¿Para prohibir que nos hagamos daño a nosotros mismos? ¿Para obligarnos a hacerle el bien a los demás? ¿Para obligarnos a hacernos el bien a nosotros mismos? De estas cuatro posibilidades la única que es legítima tarea del gobierno es la primera, porque lo único que justifica limitar la libertad individual es el no hacerle daño a los demás, siendo que todo lo demás (no hacernos daño a notros mismos; hacerle el bien a los demás; hacernos el bien a nosotros mismos) debe dejarse a la libre voluntad de cada quien, algo que desafortunadamente no sucede, muestra de los excesos en los que han caído los gobiernos, que limitan indebidamente, ¡de manera injusta!, la libertad individual.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.