Houellebecq tiene razón, sobre todo si por nación entendemos, como por lo general se entiende, “el conjunto de habitantes de un país, regidos por el mismo gobierno”, siendo un país el espacio dentro del cual se ubica la nación, y el gobierno el grupo de gentes con el poder suficiente para obligar al resto de los habitantes a actuar de una determinada manera, independientemente de cómo hayan llegado los gobernantes al poder, al margen de cuál sea el sistema político que se practique.

El problema con la nación, el que las convierte en esos despropósitos mortíferos a los que se refiere Houellebecq, no es el conjunto de habitantes, sino el gobierno que los rige, sobre todo cuando los intereses de los gobernantes, o de los grupos a los que los gobernantes representan, se identifican, de manera por demás arbitraria, con los derechos de la nación. Entonces el ataque a esos intereses se concibe como el ataque a los derechos de la nación, razón por la cual los habitantes de tal nación tendrán la obligación, que el gobierno se encargara de recordarles, de defenderlos, lo cual puede implicar, en última instancia, dar la vida por la nación o, como por lo general se dice, “por la patria”, siendo patria la tierra natal ordenada como nación, es decir, como el conjunto de habitantes de un país regido por el mismo gobierno.

Elementos distintivos de las naciones son las fronteras, los pasaportes, las visas, las patrullas fronterizas, y todo aquello que limita la libertad de tránsito de las personas entre dos territorios separados artificialmente, y por ello de manera arbitraria, por los gobiernos, quienes deciden quién entra y quién no, y, con relación a quienes sí entran, bajo qué condiciones entran y en qué condiciones pueden permanecer: a qué tienen derecho y por cuánto tiempo, todo ello decidido por los gobiernos (parte mínima de la nación) no por los habitantes (parte mayoritaria).

Es este elemento de las naciones – los gobiernos – el que genera el nacionalismo, entendido no como el apego natural de los ciudadanos de una nación a ella, sino como  la ideología que atribuye una clara superioridad a la nación de uno sobre el resto de las mismas, superioridad en la que se fundan variopintas aspiraciones, que pueden ir desde el rechazo a los otros, pasando por la dominación de los otros, hasta llegar a la aniquilación de los otros, todo en nombre de la superioridad de mi nación y, al final de cuentas, de mi superioridad, por ser miembro de esa nación, respecto a los demás. No soy yo por ser yo mismo, como sustancia individual. Soy yo por ser parte de esta o aquella “gran” nación, como accidente colectivo[1].

El más claro despropósito mortífero relacionado con las naciones son los proyectos de nación, por los que la persona – sustancia individual – degenera en, primera y solamente, parte del grupo – accidente colectivo – estando al servicio del proyecto de nación que, no nos confundamos, no pasa de ser el proyecto de la camarilla que detenta el poder político, que es el poder para prohibir, obligar y castigar. En la sociedad de seres humanos verdaderamente libres no hace falta un proyecto de nación, sino una nación en la cual cada quien, respetando los derechos de los demás, y sin ningún privilegio otorgado por el gobierno, pueda sacar adelante sus propios proyectos. En tal caso lo relevante es “el conjunto de habitantes” no “el gobierno”, mismo que no intenta regir (dirigir o mandar; guiar o conducir; dominar o administrar) la vida de los demás, sino solamente, tal y como debe ser, garantizar los derechos de todos, algo que no es la regla sino la excepción, siendo el mismo gobierno el primero en violarlos.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.

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