Andrés Manuel López Obrador, el autor de la frase, es presidente de México. Encabeza al poder ejecutivo federal. Es un gobernante. Fue electo democráticamente, con una mayoría del 53 por ciento, lo cual le da una enorme legitimidad de origen, que deberá refrendar, todos los días de su gobierno, por medio sus acciones, que deben tener como principio y fin el hacer valer los derechos de los mexicanos.

El país que gobierna López Obrador es uno asolado por la violencia y la impunidad. Por la violación habitual de los derechos de los ciudadanos. Por el libertinaje, también habitual, con el que los delincuentes se salen con la suya: ni se les castiga, ni se les obliga a resarcir a sus victimas, al grado de que, en muchos casos, el Estado de Derecho degenera en Estado de chueco. ¿Por qué? ¿Porque el gobierno no puede hacer valer los derechos de los ciudadanos o porque no quiere hacerlos valer?

Ante el escenario de delincuencia desatada López Obrador se niega a usar, en contra de los delincuentes, en contra de la violación de los derechos de los ciudadanos, la fuerza, y apela solo a la razón y al Derecho, lo cual tendría sentido si todos los ciudadanos, sin excepción, fueran racionales y razonables, lo cual implicaría, entre otras muchas cosas, el respeto a los derechos de los demás y, por lo tanto, el respeto al Derecho, a las normas jurídicas, condición que nunca se dará, razón por la cual se necesita de una organización (a la cual damos el nombre de gobierno), con la legitimidad y la fuerza suficientes para castigar a los delincuentes. Se trata del clásico “monopolio del uso legítimo de la fuerza”.

Si todos respetáramos todos los derechos de todos los demás, lo cual supondría, gracias a la razón, entender que el precio que hay que pagar por convivir civilizadamente es, precisamente, respetar los derechos de los otros, no haría falta el gobierno, esa organización con la legitimidad y la fuerza suficientes para castigar a quienes violan los derechos de los demás, a quienes cometen actos delictivos.

La tarea esencial del gobierno es el uso de la fuerza para evitar la violación de derechos y, de fallar en el intento, para castigar al violador y obligarlo a resarcir a su víctima, razón por la cual, aceptando que siempre habrá delincuentes, y que por lo tanto siempre se cometerán delitos, ningún gobernante, que realmente lo sea, debe renunciar al uso de la fuerza y afirmar que “nada por la fuerza, todo por la razón y el Derecho”, afirmación que, en boca de un gobernante, y en un país en el cual la delincuencia y la impunidad campean a sus anchas y a sus largas, se encuentra fuera de lugar, por suponer la claudicación del gobernante a su tarea esencial: hacer valer, por la fuerza cuando sea necesario, los derechos de los ciudadanos.

Ante afirmaciones como la de López Obrador debemos preguntarnos ¿qué hacer con aquellos, que los hay, ¡y no son pocos!, que no entran razón, y que no reconocen, como límite legítimo a su conducta, el respeto a los derechos de los demás? ¿La respuesta de López Obrador será: “Dejarlos que sigan violando derechos, que continúen delinquiendo, con la esperanza de que algún día entren en razón y decidan respetar los derechos de los demás y por lo tanto el Derecho, la norma jurídica”?

Por ello, pongamos el punto sobre la i.