Si uno atiende a lo que dice López Obrador él busca una revolución; pero si uno atiende a lo que él y sus fervientes seguidores hacen, todo podría quedar en un magno borlote.

Hasta antes de la Revolución Francesa el término revolución evocaba las nociones de revuelta y desorden, pero no necesariamente significaba el cambio radical del orden jurídico, el nacimiento de un nuevo orden, ni mucho menos “el paso único, necesario y doloroso del reino de la necesidad al reino de la libertad, considerado éste  -no puede ser de otro modo- como simple negación  de las instituciones e ideas del pasado; negación que engendra un porvenir en el que no habrá nada semejante a la vieja historia” (Augusto del Noce, comentando las Tesis sobre Feuerbach de Karl Marx).

La Revolución en este último sentido fuerte del término es singular. No hay revoluciones, sino “la Revolución”, única, necesaria, inevitable, de la que surgirá el “hombre nuevo”, no alienado. Debe anotarse que en este sentido la Revolución implica la transposición al orden político de nociones mesiánicas y religiosas, como liberación, redención, purificación radical.

Cuando Andrés Manuel López Obrador (en adelante, López) dice que el movimiento que encabeza va más allá de la simple reivindicación de unos resultados electorales auténticos frente a otros que presume falsificados y que busca la transformación de las instituciones y la purificación de la vida nacional, estamos ante un llamado estrictamente revolucionario en el sentido fuerte del término. Ante “la” Revolución, que se define a sí misma como única e inexorable –“no tenemos sucursales”, “no acepte imitaciones”-, como en su momento la definieron Lenin, Stalin, Hitler, Mussolini, el ayatolá Jomeini, el comandante Fidel Castro o el paracaidista Hugo Chávez.

Sin embargo, la realidad del movimiento de López no se compadece con esta definición revolucionaria y se asemeja más bien a la revuelta “cegehachera” (por CGH), al borlote o alboroto derivado de una búsqueda mezquina del poder o al desorden sin mucho sentido de un grupito de exaltados en busca de la revancha ante una derrota de su equipo favorito –algo así como el conjunto de desmanes de unos “hooligans” bañados en litros de cerveza. Nótese, también, que el propósito explícito formulado por López (transformación de las instituciones y purificación de la vida nacional) tampoco se aviene con la “resistencia civil”, por definición pacífica, de la cual presumen. Esos no son métodos propios de la Revolución –con mayúscula- que por necesidad también hace suya la consigna de que la violencia, no la paz, es la partera de la historia. Desde luego, es claro que la dichosa resistencia de López y sus huestes –no se sabe muy bien ante qué o frente a quién- no ha tenido nada de pacífica, lo que aumenta la confusión y la dificultad para enmarcar el movimiento y prever su futuro.

Digamos, por lo pronto, que la Revolución no la hace quien quiere, sino quien puede. ¿Puede López conducir a sus huestes a realizar la Revolución en el sentido fuerte del término? La respuesta es un contundente NO, no puede. Aunque quiera. Sus seguidores carecen de objetivos claros y de largo alcance –salvo la consigna del momento, que hoy es “voto por voto” pero mañana puede ser “pase automático para todos” y más tarde “no al Tratado de Libre Comercio”-, sus seguidores (fuera, tal vez, de un puñado de comunistas trasnochados que se han incorporado al movimiento con toda su parafernalia de hoces, martillos y retratos de Lenin y del padrecito Stalin) no son revolucionarios, sino alborotados. El propio López carece de la consistencia doctrinal e ideológica que se requiere en un líder revolucionario; tiene todas las cualidades del agitador social, del cabecilla –usable y desechable- de revueltas, pero no el empaque ni los alcances intelectuales del organizador de un nuevo orden de cosas, del gestor de un vuelco radical en la sociedad, en las leyes, en las instituciones, en la economía…

Cierto. Las revoluciones –incluidas aquellas que se presentan a sí mismas como la única Revolución verdadera- requieren de este tipo de agitadores y usan profusamente, a lo largo de su desarrollo, de las revueltas coyunturales (laborales, estudiantiles, electorales, de reivindicaciones sociales) para lograr sus propósitos de largo plazo. Pero en el caso que nos ocupa ni López ni alguno de sus colaboradores parecen tener el empaque de revolucionarios. Los hay agitadores natos –como el mismo López-, los hay oportunistas patológicos –como Manuel Camacho o Ricardo Monreal-, los hay despistados –como Alejandro Encinas-, pero quedan muy por debajo, en términos de capacidad intelectual, coherencia moral, disciplina, cosmovisión, del perfil revolucionario.

Tan es así que ni siquiera han logrado darle coherencia y rumbo definido a sus acciones. Un día “bloquean” los accesos a una oficina y en cuestión de minutos tienen que “levantar” su bloqueo porque no calcularon la logística elemental para lograr sus propósitos (no sabían que el mercado de valores funciona electrónicamente y no de viva voz; no sabían que la oficina tal o la sucursal cual es más o menos irrelevante para la vida económica; no sabían que 30 legañosos confundidos y recién despertados son insuficientes para bloquear los accesos de tal o cual edificio)… Otro día sale un grupo a “bloquear” los accesos del aeropuerto y hacen un papelón porque sus propios dirigentes los desautorizan o los desconocen… Más tarde, van a la entrada de una televisora, gritan consignas, pintarrajean paredes y pegan engomados para que por la noche el partido diga que se deslinda de esas actividades… Es algo más que incompetencia y desorganización. Revela carencia de estructuras, de mandos, de conocimientos, de disciplina, de objetivos compartidos.

Otro ejemplo: Jurídicamente su alegato ante el tribunal electoral fue lamentable y patético, pero ni siquiera como documento o proclama político-revolucionaria tiene valor y coherencia. Y el alegato contradice la consigna que gritan en la plaza y en las calles.

Así no se hacen las revoluciones, ni siquiera las revueltas exitosas.

Esto no significa que López no imagine posible y deseable su revolución; significa que no es capaz de llevarla a cabo o de dirigirla coherentemente. Tampoco significa, atención, que López sea inocuo o que haya dejado de ser un peligro para México. Por el contrario, un agitador de barriada con retórica de ayatolá purificador puede causar incontables daños y conducir a sus fanáticos seguidores al precipicio.

En términos de agitación y propaganda, donde López sí es competente, el asunto marcha más o menos, pero cada día se debilita más el necesario correlato para esa agitación y propaganda: La suma de adeptos, nuevos seguidores y simpatizantes. Por el contrario, las dichosas asambleas informativas cada día son más desangeladas y menos concurridas, los gastos para mover voluntades crecen hora tras hora y la radicalización del discurso, los gestos cada vez más teatrales o perturbados del cabecilla (véanse si no las imágenes de López gritando sus fervorines) revelan desesperación. Fatalmente llegará el primer día de septiembre y muchos – empezando por los más “gallitos”, como Ricardo Monreal- cambiarán la arenga placera por la curul en el Congreso y sus jugosas dietas.

Lamentable, desde cualquier punto de vista. Los perdedores netos serán los anónimos y fervorosos fieles que se desgañitan gritando “voto por voto”, que se fatigan soñando que son protagonistas de un momento histórico…

Los borlotes, no sólo las revoluciones, dejan también saldos trágicos. Y todo tiene su tiempo. Hay un tiempo para echar cohetes y hay un tiempo para recoger las varas. Ya llegó.