Esta semana ante los asistentes al Foro Económico Latinoamericano el Presidente Calderón aseguro que el debate no es definirse como derecha o izquierda sino definirse entre políticas del pasado como las expropiaciones o el futuro que brinda la libertad económica y la democracia. Y pone como ejemplo a Chile, Perú, Panamá o Brasil pues han impulsado reformas estructurales que tiene visión de futuro. Y termina su discurso con un enfático “Es hora de alzar la voz sin miedo, sin complejos, insisto, a favor de la libertad, a favor de la ley, a favor de la competencia, a favor de la democracia, en pocas palabras a favor del sentido común en América Latina”. Frases que cualquier liberal aplaudiría, pero que distan mucho de la realidad mexicana y mucho menos a las políticas publicas que él mismo ha impulsado en nuestro país, coincidirán mucho conmigo, al demostrar que iba a rebasar a López Obrador por la izquierda. Parece que el futuro, la libertad, la competencia y el sentido común tienen un freno muy claro ubicado en ese mismo discurso: “Necesitamos reconocer la importancia del mercado y la importancia del Estado para crecer, pero también para hacerlo en condiciones de justicia y de equidad”. Y cualquier política pública cabe dentro de esta idea de justicia y equidad incluso cuando vayan contra el futuro y el sentido común.

El presidente hace gala de sus “reformas” como el caso de las pensiones del ISSSTE, la fiscal y la que acaba de enviar al congreso sobre petróleo. Pero se olvida de hacer mención a la serie de medidas de política pública que ha establecido sin el congreso o sin el consenso de la sociedad y contrarias al mercado como el caso de el precio de la tortilla que sacó de las tumbas políticas del pasado como los pactos y los subsidios para los productores, es decir, se trata de establecer un control de precios de facto. Olvida deliberadamente hablar de los subsidios a la energía eléctrica otorgados a las empresas para que tengan mayor competitividad, tampoco menciona las medidas no arancelarias que se aplican a los productos chinos para que no compitan con los empresarios mexicanos y éstos puedan seguir generando empleo en México. Peor aún, él saca del baúl de la abuela la idea de que al gobierno le resulta más barato producir sus propias vacunas y compra por medio de la Secretaría de salud una planta para este propósito. Lo mismo ocurre cuando la Secretaría de agricultura da subsidios al campo o establece medidas sanitarias para impedir la entrada de ciertos productos. O cuando toda la administración pública busca promover normas oficiales y trámites para controlar al sector privado, interacciones entre el gobierno y los particulares que derivan en muchos casos en corrupción.

Cierto es que hay otros ejemplos de políticas que sí pueden tener un impacto importante sobre el aparato productivo como la desregulación de los trámites de comercio exterior o la apertura de nuevas negociaciones comerciales o la integración completa a la MIGA para la protección de inversiones.

Pero la visión de futuro sigue siendo incompatible con la idea de una reforma fiscal y otra energética cuyo propósito último es conseguir mayores recursos para el gasto social cuando ya está más que demostrado que la única manera de generar un mayor bienestar social es permitir que la economía crezca. Además de que la única forma de la que economía crezca es la reducción de costos reales, llámese como se desee, productividad o competitividad. Pero esto no se puede conseguir si el gobierno mexicano no lucha contra los monopolios propios o privados, si la autoridad de transportes se opone a la apertura de cielos abiertos, se imponen costos altísimos para la operación de bancos o empresas. El gobierno sigue administrando precios como los de los energéticos y luego lanza una serie de medidas contracíclicas para tratar de aliviar los problemas que él mismo causó, es decir, seguimos cargando nuestro pasado a pesar de tener la mirada puesta en el futuro. El gobierno no es coherente con su propio discurso, y peor aún cuando esa carga es impuesta por una visón política sacada de los más profundos abismos prehistóricos como el nacionalismo o la tutela del estado.