Antes de que la ley humana dulcificase los Estados, apunta Shakespeare en voz de Macbeth, personaje principal de la tragedia del mismo nombre, en la cual se nos muestra que, como lo señaló Acton, el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente, poder que es, ante todo, el del gobierno, ese que, Macbeth dixit, ha sido dulcificado por la ley humana, dulcificación que deja mucho que desear, tal y como se concluye al analizar las obligaciones que los gobiernos imponen a los gobernados, llamando la atención la mansedumbre con la que los segundos aceptan, y en muchos casos justifican, las arbitrariedades de los primeros, atropellos cuyo común denominador es la violación de los derechos naturales de la persona, sobre todo del derecho a la libertad individual y a la propiedad privada.

Es cierto, en lo que podemos llamar países civilizados los gobiernos hoy son menos arbitrarios comparados con los gobiernos de, por ejemplo, los tiempos del absolutismo monárquico, del fascismo alemán o italiano, del comunismo soviético o maoísta. Pero que los gobiernos de los países civilizados sean menos arbitrarios quiere decir que, en mayor o menor medida, y por lo tanto en algún grado, siguen siendo arbitrarios, usando el poder que tienen para limitar o eliminar la libertad individual y la propiedad privada más allá de lo que exige la convivencia civilizada, exigencia que es la de la justicia (no dañar a los demás), no la de la prudencia (no hacerse daño a uno mismo) y tampoco la de la beneficencia (ayudar a los demás).

La tarea del gobierno es hacer valer la justicia, prohibiendo que nos hagamos daño los unos a los otros, es decir, obligando a cada cual a respetar los derechos de los demás, no hacer valer la prudencia, prohibiendo que nos hagamos daño a nosotros mismos, y tampoco hacer valer la beneficencia, obligando a que nos hagamos el bien unos a otros, lo cual no quiere decir que no debamos hacernos el bien unos a otros, y que debamos hacernos daño a nosotros mismos, beneficencia y prudencia que deben practicarse voluntariamente, no por imposición gubernamental. Cuando el gobierno impone la prudencia, prohibiendo conductas dañinas, actúa, no como gobierno, sino como ángel de la guarda, que pretende preservar al gobernado de todos los males. Cuando impone la beneficencia, obligando por medio de la redistribución, quitándole a unos y dándole a otros, a que unos, con parte del producto de su trabajo, beneficien a otros, actúa, no como gobierno, sino como hada madrina, con la intención de concederle al gobernado todos los bienes, y todo ello, desde el gobierno ángel de la guarda hasta el hada madrina, difícilmente puede identificarse con la dulcificación del gobierno, sobre todo si aceptamos, y aquí está el detalle, que el fin (por ejemplo: que el gobernado no se haga daño a sí mismo) no justifica los medios (por ejemplo: la prohibición, y por ello el intento de eliminar la libertad, de ciertos consumos dañinos para la salud). Si el fin es dulcísimo (por ejemplo: terminar con la drogadicción), ¿el medio (por ejemplo: prohibir el comercio de drogas) también lo será? Ese medio, en el caso de la prohibición del comercio de estupefacientes, ha ocasionado realidades amarguísimas.

La forma ha cambiado, pero no el fondo. Hoy el gobernante ya no es dueño de vidas, acciones y haciendas de la misma manera que lo eran los reyes absolutos, siéndolo de manera distinta, todo ello sancionado por la ley, no solamente positiva, sino positivista, que identifica como justo lo que el legislador define como tal, lo cual da como resultado acciones gubernamentales legales, desde el punto de vista del positivismo, pero injustas desde la perspectiva del iusnaturalismo, lo cual resulta, no dulcísimo, sino amarguísimo, por más que muchos gobernados ya se hayan acostumbrado a lo amargo, es decir, a la amargura.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.