Comienzo este Punto sobre la i reconociendo la enorme, ¡y no exagero!, deuda intelectual que tengo con Rand. Tal vez no haya alguien más, ¡y vaya que ha habido muchos!, a quien yo le deba tanto, en lo tocante a mi formación como liberal (casi anarcocapitalista), como a Rand, y por ello, va de nuevo, ¡gracias!

Ahora bien, dicho lo anterior, debo confesar que hay temas, como es el del altruismo, en los cuales no coincido con Rand, temas en los cuales se presenta antiliberal, tal y como lo muestra en la frase que da pie a este artículo. Si el altruismo es incompatible con los derechos individuales, entre los cuales se encuentra la libertad, y si la única tarea del gobierno que el liberalismo justifica es la de garantizar esos derechos y, de fallar, castigar a quien los viole, entonces, por congruencia, las leyes deberían de prohibir el altruismo y, de fallar la prohibición, castigar al altruista, todo lo cual sería injusto y, por ello, antiliberal.

El altruismo se define como “la diligencia en procurar el bien ajeno aun a costa del propio”, esfuerzo por conseguir el bien de los demás, aún a costa del propio, al que, siempre y cuando se realice voluntariamente, yo no le veo, desde el punto de vista liberal, ningún inconveniente, mismo que surge cuando ese altruismo es impuesto por el gobierno como obligación de los gobernados, lo cual sucede, una y otra vez, por obra y gracia de la redistribución, con el gobierno quitándole a unos parte del producto de su trabajo para dárselo a otros, redistribución por la cual el gobierno le hace el bien a unos a costa del bien de otros, lo cual, estrictamente hablando, no es altruismo, mismo que supone la libre voluntad del altruista.

El problema no consiste en que, “desinteresadamente”[1], nos ayudemos los unos a los otros, sino en que el poder político obligue a unos a ayudar a otros. El problema está en la obligatoriedad, no en la ayuda.

Ahora bien, en el mercado, es decir, en la relación de intercambio entre oferentes y demandantes, no hay cabida para el altruismo, y qué bueno que así sea ya que, si en nuestra calidad de productores o consumidores dejáramos de actuar de manera egoísta (buscando nuestro provecho) y racional (buscándolo al menor precio posible), el intercambio sería imposible, de la misma manera que lo sería la división del trabajo y, por ello, todas las ventajas que la misma trae consigo.

El altruismo es incompatible con el mercado. Los agentes económicos actuamos de manera egoísta y racional, buscando nuestro provecho al menor precio posible, pero nunca a costa de los demás: el oferente, al venderle alguna mercancía, beneficia al consumidor y el consumidor, al comprarle algún bien o servicio, beneficia al oferente, ¡aunque la intención no haya sido beneficiar a la contraparte sino beneficiarse uno mismo! En ello consiste la magia de la mano invisible.

El altruismo es incompatible con el mercado, pero no todo en la vida es mercado, habiendo muchas dimensiones de la misma en la cual hay cabida para el altruismo, mismo que en muchas ocasiones es obligación moral: tal vez quien necesite la ayuda de otro no tenga derecho a exigirla, pero el que sea capaz de darla tal vez sí tenga la obligación moral de proporcionarla (lo cual plantea el interesante caso de una obligación, de alguien, que no tiene como contrapartida el derecho de alguien más).

Lo que va en contra del liberalismo no es el altruismo voluntario, sino el altruismo obligatorio. El problema no se origina en el sustantivo - altruismo - sino en el adjetivo – obligatorio -. El altruismo voluntario no es incompatible con los derechos individuales. Sí lo es el obligatorio, el impuesto por el gobierno, debiendo tener claro que su tarea es prohibir que nos hagamos daño los unos a los otros, no obligar a que nos hagamos el bien unos a otros, hechura del bien que, si ha de tener valor moral, debe ser voluntaria.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.