Partamos de un hecho innegable: en nuestra calidad de agentes económicos, ya sea por el lado de la demanda/compra/consumo, o por el de la oferta/venta/producción, siempre actuamos de manera egoísta, buscando nuestro provecho, atendiendo a nuestras necesidades, gustos, deseos o caprichos, sin mayor consideración por la contraparte. ¿Cuándo fue la última vez que usted compró algo, no porque usted lo necesitara, sino por ayudar al vendedor? ¿Y cuándo fue la última vez que usted vendió algo, no porque usted necesitase ese ingreso para comprar algo necesario para usted, sino por ayudar al comprador? ¿Cuándo fue la última vez que usted, en el mercado, y por lo tanto en su calidad de agente económico, actuó, no de manera egoísta, buscando su provecho, sino altruista, pretendiendo el beneficio de su contraparte (del comprador si usted es el vendedor o del vendedor si usted es el comprador)? Analice su comportamiento en el mercado y verá que lo dicho es verdad: en nuestra calidad de agentes económicos siempre actuamos de manera egoísta.

Lo interesante del caso es que en el mercado, es decir, por la relación de intercambio entre oferentes y demandantes, ese egoísmo (que podríamos identificar, aunque estrictamente hablando no son lo mismo, con la avaricia a la que se refiere Kirzner), no sólo se vuelve inofensivo, sino que acaba beneficiando a la contraparte, todo lo cual tiene su punto de partida en la división del trabajo y su condición de posibilidad en el respeto a la propiedad privada.

Consecuencia de la división del trabajo es que buena parte de los bienes y servicios que necesitamos para satisfacer nuestras necesidades son propiedad de alguien más, lo cual plantea la pregunta de cómo conseguirlos, habiendo esencialmente tres posibilidades: 1) pedirlos regalados (implorar limosna); 2) exigirlos por la fuerza (robarlos); 3) ofrecer algo a cambio de ellos (comprarlos). Las dos primeras posibilidades son insostenibles a la larga, y la segunda, además, es injusta. ¿Qué es lo justo y lo sostenible? La tercera opción: comprar aquello que, siendo propiedad de otro, necesitamos nosotros para satisfacer alguna necesidad, gusto, deseo o capricho o, dicho de otra manera, ofrecer algo a cambio, algo que, para el otro, valga más aquello que nos dará. Así resulta que atendiendo a nuestras necesidades y buscando nuestro provecho beneficiamos a nuestra contraparte, de tal manear que el egoísmo canalizado a través del mercado (la relación de intercambio entre oferentes y demandantes), no sólo se vuelve inofensivo (no perjudica a los otros), sino que se vuelve provechoso (beneficia a la contraparte). Se trata de la mano invisible de Adam Smith.

Todo lo anterior tiene como punto de partida la división del trabajo y, como condición de posibilidad, el respeto a la propiedad privada, es decir, el reconocimiento de que si yo necesito lo que, por obra y gracia de la división del trabajo, es propiedad de alguien más, lo justo y eficaz es ofrecerle algo a cambio, y eso, ¡precisamente eso: justicia y eficacia!, es lo que se logra en y por el intercambio. Justicia: las partes participan voluntariamente, por lo que hay respeto a la libertad individual y a la propiedad privada, y en ese respeto consiste, en esencia, la justicia. Eficacia: gracias al intercambio cada una de las partes involucradas eleva su nivel de bienestar, ya que cada una de ellas valora más lo que recibe que lo que da, y en ese aumento en el bienestar (que los recurso escasos terminen en las manos de quienes más los aprecian) consiste la eficacia económica.

Todo lo anterior es posible en el sistema de mercado, el mismo que muchos consideran el enemigo a vencer, cuando en realidad es el amigo al que hay que cuidar.

Por ello, pongamos el puto sobre la i.